“Por eso digo que no tiene ninguna importancia en la historia de Chile seiscientos, ochocientos muertos, acá, de esta naturaleza, ninguna importancia. Matar comunistas en un momento determinado era una necesidad biológica, poco menos de los militares, para poder funcionar, y una necesidad que tenía que cumplir para poder equilibrar el país. Bueno… se les pasó la mano, se quedaron cortos… pa’ mí, se quedaron cortos.”

Agüero 2008: entrevista a Álvaro Puga, asesor político de Pinochet entre 1973-1978

Cada año nos encontramos ante el aniversario de un evento que dejó una huella indeleble en la historia de Chile y Latinoamérica. Salvador Allende fue el primer presidente abiertamente marxista en ser electo democráticamente en el mundo. Luego de meses de inestabilidad económica y política, un golpe de estado lo sacó del poder e instauró una dictadura militar.

A partir de acá, se abre uno de los capítulos más cruentos de la historia latinoamericana: la dictadura encabezada por Augusto Pinochet causó la muerte o desaparición de más de 3.000 personas entre 1973 y 1990. Las víctimas de la represión estatal en este periodo superan los 40.000.

¿Un mal necesario?

Para muchos, esto fue un mal necesario. Chile se enfrentaba a una amenaza desconocida en aquel momento. El fin último de las políticas socialistas no puede ser otra cosa que el empobrecimiento del individuo y el fortalecimiento del Estado.
La receta para combatir esta enfermedad fue igual de mala que el problema inicial. Nació una dictadura que no tuvo vergüenza en perseguir, torturar y asesinar a sus disidentes, incluso a cielo abierto, en el Estadio Nacional de Chile.

Por una parte, es innegable que el marxismo, con su vocación autoritaria, representa un riesgo para cualquier sociedad que valore la libertad individual y la propiedad privada. Aunque Salvador Allende llegó al poder a través de medios democráticos, la naturaleza de un gobierno socialista tiende inevitablemente hacia la opresión y la erosión de las libertades civiles.

Las políticas socialistas, aunque puedan nacer de intenciones nobles, a menudo desembocan en serias consecuencias económicas y sociales, desde la escasez de bienes básicos, hasta la represión violenta a la disidencia.


Sin embargo, es crucial entender que un golpe de Estado seguido de una dictadura militar, también es una afrenta a los principios democráticos y una amenaza para la estabilidad institucional de un país. No hay forma de justificar violaciones a la libertad individual.


Si el riesgo a combatir del socialismo es la opresión al individuo, ¿cómo va a ser mejor un régimen que exactamente en la causa del problema que pretende combatir? Si defendemos al individuo, ¿condenamos las violaciones a sus derechos en todo caso o somos capaces de negar derechos por sus ideas?


Las dictaduras militares, incluso aquellas que buscan reformas pro-libre mercado (un argumento que no es liberal, sino poco noble e indolente con el individuo), son injustificables. Como herramienta para combatir el marxismo, en Latinoamérica no han sido exitosas. De hecho, en prácticamente todos los casos, los movimientos de izquierda que se plantearon llegar al poder por las armas, lo hicieron en las sucesivas décadas por vías democráticas.


Al romper las reglas del juego democrático, se debilitan las bases de las instituciones políticas, se socava la confianza en el sistema y se abre la puerta a futuras violaciones de derechos individuales, como efectivamente ocurrió bajo la dictadura de Pinochet.

¿Mejor un Pinochet que un Allende?

Este tema no se trata de ponderar qué es “mejor” o “peor”. Caen en un error fatal, quienes buscan justificar la dictadura bajo el pretexto del potencial peligro de un gobierno marxista. Las emergencias siempre han sido el pretexto para erosionar la libertad individual, nos dijo Hayek.


Ambos son males que atentan contra la libertad, la dignidad humana y la integridad de las instituciones democráticas.
En lugar de caer en un falso dilema, debemos esforzarnos por construir sociedades que rechacen tanto el autoritarismo inherente al marxismo, como las rupturas violentas del orden democrático que fueron las dictaduras de derecha.
Es posible construir una alternativa. Hoy en día, no es solamente posible, sino imperante.


Si hablamos de una sociedad conformada por individuos, no hay límites para la creatividad y la innovación. Se comportan como extorsionadores quienes insisten en limitar nuestra libertad a dos caminos.


Además, hay que decirlo: el liberalismo se sometió a esta extorsión y cometió una traición a sus propios valores. En aquel momento, si las ideas de la libertad estaban de algún lado, era en el foco a las políticas económicas de la dictadura. Nos vendimos, sometimos y rendimos, a cambio de una parte de la libertad. A tal punto que, la lucha y denuncia contra la dictadura militar hoy podría verse como algo propio de “socialistas” o “izquierdistas”. Debimos (debemos) luchar por la libertad. Completa, indivisible, irrenunciable.


Ninguna filosofía está exenta de errores o desafíos éticos. Lo debido es aprender y corregir rumbo.

¿Cómo se ve el autoritarismo hoy?

Aunque hoy los regímenes militares no parecen un peligro tan cercano como en el contexto de Latinoamérica en medio de la Guerra Fría, enfrentamos nuevos peligros que amenazan la libertad.

Aunque aún haya militares hambrientos de poder, los autoritarios de hoy son una versión fortalecida de ese mal inicial.

Se visten con un velo populista, que no distingue entre izquierda y derecha. Son los que prometen acabar con el adversario, porque es “necesario”. Se expresan con desprecio de las instituciones y prometen un Edén, siempre y cuando les demos el poder absoluto.

Son los Nayib Bukele, Jair Bolsonaro, Nicolás Maduro, Gustavo Petro… bajo la sombra de los Donald Trump, Viktor Orbán, Vladímir Putin y Xi Jinping.

Este es el mal a combatir.

La deuda del liberalismo latinoamericano

Este aniversario nos ofrece una oportunidad para reflexionar sobre los errores del pasado y reafirmar nuestro compromiso con un futuro en el que la libertad y la democracia liberal sean los pilares fundamentales.

Latinoamérica tiene una historia compartida. Aunque sean países llenos de individuos diversos y una rica cultura, nuestras heridas son parecidas. Cuando vemos un continente lleno de problemas y vacío de esperanza, sabemos que hace falta algo.

Esa es la deuda del liberalismo con Latinoamérica. Con los latinoamericanos, mejor dicho. La incapacidad de articular una propuesta auténticamente liberal (posible, viable y coherente), es una condición cómplice en los desastres que hacen populistas de izquierda y derecha en el continente.

Las personas, los individuos, las comunidades lo saben. Hay una salida a todo esto. Es difícil, cuesta arriba, compleja. Implica fortaleza en los valores, las ideas y los medios. Pero es la única opción que tenemos, sobre todo frente al fracaso de todas las demás.

Recordar estos episodios desde la crítica es un ejercicio crucial. Solo así podremos evitar que la historia se repita, en Chile o en cualquier parte del mundo.

Porque cuando bombardeó La Moneda, Pinochet no solo destruyó los pilares de un edificio, sino de la libertad misma.

¡Comparte la libertad!