La gasolina y los medios de transporte van tomados de la mano, pues sin gasolina los vehículos no tienen manera de funcionar. La escasez de combustible significa una paralización del transporte, por lo tanto, los bienes finales no pueden llegar a su destino. Esto tiene serias repercusiones económicas, a tal punto de que estaríamos hablando de una completa destrucción de todo valor.

Categorizar los bienes pasa por un proceso subjetivo, es decir, que dependerá del uso que se le dé al bien en cuestión. Un bien se considera final, o de primer orden,  cuando su tenedor lo considera listo para satisfacer una necesidad. Si este bien es utilizado para elaborar otros bienes, entonces no es un bien final, sino un bien de orden superior [1]. 

Una de las particularidades de los bienes finales, esos que están listos para ser consumidos, para satisfacer necesidades, gustos y caprichos, es que una vez pasan por un proceso productivo, necesariamente deben trasladarse al mercado y estar a disposición de sus posibles compradores para que se puedan considerar propiamente bienes finales. Veamos un ejemplo que pueda dilucidar este punto: 

No es lo mismo una fruta en posesión del agricultor que la cultivó, que una puesta a exhibición para su venta. Como no es lo mismo que la compre una persona para comerla, a que la compre otra que vende jugos naturales. A simple vista es la misma fruta, de hecho sus cualidades físicas y químicas permanecen inalteradas, pero en el primer caso estamos hablando de una fruta que aún no está a disposición del mercado, y por lo tanto no puede concebirse propiamente como un bien final (salvo que el agricultor se la quiera comer). En todo caso, el transporte es vital para trasladarla al lugar de su venta, solo ahí, cuando esté al alcance de su potencial comprador, es que puede pasar a otro proceso de transformación (hacer jugo de fruta para la venta o ser adquirida para consumirla), y como jugo o como fruta, pasar a ser un bien final.

Lo expuesto anteriormente deja en evidencia que el elemento transporte es indispensable en la cadena productiva [2], por lo tanto, cualquier inconveniente con este tramo representará un claro cuello de botella.  Esta realidad económica nos lleva a la preocupación por la escasez de gasolina, ya que sin ella no hay transporte, y sin transporte los bienes no son puestos en el lugar donde son demandados para nuevas transformaciones o como bienes finales. 

¿De qué le sirve a un agricultor haber invertido en toda una cosecha de plátano si no tiene la posibilidad de llevar eso al mercado? Técnicamente hablando este escenario es peor que aquel donde el agricultor no hubiese producido nada ¿por qué? Porque en este escenario el agricultor pierde todo su capital y al mismo tiempo los mercados no se abastecen de ningún producto. Esto es lo que significa el riesgo de continuar con escasez de combustible. 

Sin gasolina no hay bienes finales puestos a disposición en los mercados, ni insumos para la transformación en la compleja e interdependiente estructura del capital, y todo aquello producido y listo para ser transportado sencillamente corre el riesgo de perderse, y desde ya, visto desde un punto de vista económico,  es como si no existiese, y peor aún, significan que innumerables inversiones de capital en todas las cadenas de producción resultan ahora inutilizables, ya no crean valor alguno. Es como si todo ese capital hubiera sido tirado a la basura. 

Notas:

[1] Las categorías de bienes finales y bienes de orden superior son propias de la tradición de la escuela austríaca de economía. Puede consultar los Principios de Economía Política de Carl Menger.

[2] Ludwig von Mises realiza una exposición brillante sobre el papel del transporte en la cadena productiva, así como las diferencias económicas de un mismo bien de acuerdo con su ubicación. Según Mises, los bienes económicos que estén listos para el consumo en sentido técnico no pueden ser considerados bienes finales hasta ser combinados con el bien complementario “medios de transporte”. Esta exposición se encuentra en La teoría del dinero y del crédito de Mises (Unión Editorial. Segunda Edición. pp. 55-57).

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