En plena crisis económica de 2020, preocupa que se repitan los errores del pasado de cara a diseñar e implementar políticas para la recuperación de nuestra economía, las cuales requieren de mucha coherencia entre sí, pues los instrumentos no deben concebirse de manera independiente, sino que se concatenan y se interrelacionan con otras acciones para lograr uno o varios objetivo. Se debe evitar la aplicación de una política aislada para solventar un problema que se supone aislado, práctica que termina en choques de acciones infructuosas que lo único que logran es agravar la situación.

La misión política del Socialismo del Siglo XXI fue demoler la propiedad privada e hipertrofiar al Estado, que no conforme con el despilfarro de los recursos públicos, el alto nivel de corrupción y la depreciación de los activos del país, decidió acudir a un masivo financiamiento del déficit mediante su monetización, lo que significó una senda hiperinflacionaria que hoy en día alcanza su máximo histórico. Con una pérdida acumulada del 70% del PIB en 5 años, no es extraña la idea de que se quiera aplicar un plan de recuperación cuyo epicentro sea el gasto público. Si la opción principal de política económica es un ingente gasto, lo primero que habría que determinar es la factibilidad de su financiamiento.

Dentro de las fuentes de financiamiento del Estado tenemos principalmente los impuestos, que se pueden segmentar en dos grandes grupos: aquellos que se aplican sobre la rentas de las personas y sociedades, y aquellos que se gravan sobre los bienes y servicios, donde se incluyen por ejemplo el IVA y los aranceles de aduanas. Los impuestos sobre las rentas se catalogan como progresivos, porque pagan más aquellos que tienen mejores ingresos. En cambio, el IVA se considera un impuesto regresivo, porque afecta a las personas que tienen bajos ingresos. Este último punto es muy importante considerando que, de acuerdo con los resultados de la encuesta ENCOVI, el 96% de la población es pobre medido por línea de ingreso.

El problema del impuesto sobre la renta es que recae sobre todo en las empresas, lo que dificulta la obtención de márgenes de rentabilidad, y desalienta la inversión. El impuesto sobre la renta de personas es difícil de aplicar por varias razones, entre ellas podemos mencionar el alto nivel de informalidad — que por cierto tuvo que haber aumentado estos últimos años en medio de esta crisis hiperinflacionaria — y el alto nivel de evasión. Otras fuentes de ingresos son las expropiaciones, la venta de activos, la emisión de deuda y la monetización del déficit. Conviene preguntar ¿es posible que con estas circunstancias se pueda recurrir al aumento de alguna de esas fuentes de ingreso para financiar un mayor nivel de gasto? Ya Venezuela tuvo mucho de expropiaciones e hiperinflación, y la venta de activos es una opción que hay que evaluar en cada caso concreto, pero que indistintamente debe concebirse como un ingreso extraordinario que de ninguna manera puede financiar gasto corriente.

Todas estas preguntas son pertinentes por una razón: la hiperinflación es la consecuencia última de un desorden fiscal; estamos hablando de un problema estructural. Un torrente de gasto público será profundamente estéril en una economía deteriorada que no encuentra solución a sus problemas institucionales, que atentan contra la propiedad y la confianza. El temor de un creciente gasto también se sustenta en la idea de que su destino sea el proteccionismo y el subsidio, propiciando una economía que en definitiva jamás estará preparada para la competencia, una economía con una senda de crecimiento insostenible, con un crecimiento de mentira, que requiere de un creciente gasto y de consecuentes políticas monetarias expansivas para mantenerse a flote.

Volviendo a las fuentes de financiamiento, lo más factible, dado el propósito necio de recurrir a excesivas erogaciones, es que se restructure la deuda con la finalidad última de que el país se endeude más; el financiamiento no será suficiente, por lo que se recurrirá a la ayuda humanitaria (transferencias unilaterales) y a los convenios bilaterales.

Todo este plan estaría concebido de tal manera que el epicentro sería el Estado, es decir, la columna por la cual se soportaría la reconstrucción del país es la misma columna que fue génesis de su fracaso. Dado este temor, fundamentado en 20 años de terrible socialismo, y apelando a la congruencia de la política económica, es importante que el gobierno responsable de tomar las riendas de la recuperación tenga claro que la congruencia del conjunto de políticas que pretenda aplicar estará en función de la efectividad en la solución del problema que se quiera resolver. Mucho gasto, subsidio y proteccionismo no sería precisamente un plan muy coherente ante la urgencia de eliminar el déficit — problema de fondo estructural — y ante la urgencia de reactivar sostenidamente el aparato productivo.

Es importante repensar muchas cosas en torno al Estado: sus dimensiones, su ámbito de acción, su nivel de influencia, su margen de responsabilidad. No es oportuno cometer errores de política económica en pleno período de recuperación. La línea de acción del Gobierno debe ser muy sobria y evitar acciones desarticuladas. El éxito de la recuperación de Venezuela estará en función de su coherencia en el camino hacia mayores libertades.

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