Venezuela afronta una realidad inclemente. El peor de los males del mundo se instaló hace 20 años, y no ha parado de destruir al país, sumiéndolo en un desastre comparable con las peores guerras que han golpeado a la humanidad.
El ciudadano venezolano ha hecho de todo para librarse de un régimen oprobioso, dirigido por narcotraficantes que, además, se han encargado de saquear las reservas del país y de generar redes de tráfico ilegal en torno a los recursos naturales que sobran en esta tierra.
Luego de veinte años de retraso económico, de destrucción del poder adquisitivo, de eliminación de la empresa privada y violación sistemática de los derechos humanos, Venezuela se asemeja a los países pobres y subdesarrollados de África.
Con una cifra de pobreza extrema que ronda el 90% de la población, la inflación más alta del hemisferio, y una campante escasez, una de las cosas que más sorprenden del país caribeño es la razón de su aparente letargo.
Luego de años viendo que el chavismo avanzaba y que parecía que nadie podía ponerle fin, me uní a las filas de la militancia y el activismo. Primero inscribiéndome en un partido, el único de Venezuela que es Liberal, uno de los únicos que no es de izquierda ni comparte valores con el statu quo ni con el establishment venezolano.
Tiempo después llegué a esta organización, al Movimiento Libertario de Venezuela. La red de libertarios más grande de país.
Casi dos años después de mi primer acercamiento a la política me encuentro fuera del Venezuela. A más de cuatro mil kilómetros de mi hogar. Exiliado, víctima de persecución y amenazas, con mis padres y mi hermano encerrados en un país cada vez más hostil y con el resto de mi familia desperdigada por el mundo.
Y en mi día a día me encuentro con personas que vuelven constantemente sobre la pregunta ¿Por qué, si nadie quiere a Maduro, sigue mandando?
La respuesta no es tan complicada como podría parecer. Al fiero control social que han logrado imponer en la sociedad venezolana, hay que sumarle la pasividad de una gran parte de la oposición. Esta pasividad puede generarse por dos motivos simples: al ser (esta mayoría) de izquierda, evitan atacar a quién, aunque sea criminalmente, comparte postura ideológica con ellos. O bien, porque están inmersos en una red de corrupción, pagos, negocios y dádivas que les impiden “morder la mano que les da de comer”.
La primera tesis parece desestimarse cuando se ve que, ante todo lo que se está viviendo, muchos personajes zurdos del mundo se desmarcan y condenan es proceso que actualmente vive el país. Irrumpe el segundo postulado, un grupo de políticos que supuestamente son oposición, manejando fondos, traficando influencias, haciendo negocios sucios y volteando la cara ante la desesperación ajena.
Los últimos acontecimientos políticos, suscitados desde el apagón que golpeó a toda Venezuela entre el 7 y el 14 de marzo de este año, confirman ambas tesis. Luego de dos meses de decir que “todas las opciones están sobre la mesa”, sin una estrategia aparente y con muchísimos errores que comprometen su gestión, el grupo que se congrega alrededor de la presidencia interina parece accionar entre un desorden monumental.
Si bien todos convenimos en que el apoyo a Juan Guaidó debe ser prioritario, los recurrentes errores cometidos generan un malestar entre los ciudadanos quienes entienden la premura de la situación.
Lo más preocupante es que, decepción tras decepción, convocatoria tras convocatoria, la masividad de las expresiones de calle parece mermar, mientras un liderazgo relativamente joven se acerca a la soberbia y la altanería.
¿Debemos apoyar a Guaidó? Sí. ¿Debemos temer una muy próxima implosión en el evidente auge de la oposición venezolana? También.
Pero lo más importante es mantener siempre la prioridad que nos lleva a esta lucha: La conquista de nuestra de Libertad.
Víctor Márquez Cassinese